Me desentendí de la conversación, porque, súbitamente, mi cerebro fue bombardeado nuevamente con imágenes de mi sueño. Pero, extrañamente, en lugar de irse desvaneciendo con el progresivo paso del tiempo, volvían, más nítidas, si cabe, y con imágenes, y situaciones nuevas, que al despertar no formaban parte del recuerdo de mi sueño. Todo muy extraño. Anómalo.
Confieso que una incipiente preocupación se apodero de mi. No, no es cierto. La preocupación se adueño de mí más adelante. Prometí ceñirme estrictamente a la exactitud, lo correcto es confesar, que un sentimiento de extrañeza e incredulidad invadieron mi ser. Normalmente, en ocasiones, al despertar conservaba, y vuelvo a matizar, solo ocasionalmente, un recuerdo muy intenso de algún sueño. Y, aunque, a veces, deseaba recordarlo (poque era bello, o interesante, o alegórico o metafórico…) en escasos minutos comenzaba a difuminarse, se diluían los detalles permaneciendo, tan solo, una idea general del sueño; y terminaba, al cabo de las horas, disolviéndose completamente. Hay otra categoría de sueños, que por repetitivos, la idea general, no los detalles, permanece grabada en mi memoria. Como aquel, en que huyo de algún peligro y mis piernas se quedan sin fuerzas, no obedecen a mi cerebro, y corro a cámara lenta, cada vez más lentamente… Y cuando irremediablemente, con súbita inminencia, voy a sucumbir al peligro, me despierto. En realidad, calificaría, este último sueño, de pesadilla. No viene al caso, no es un ejemplo oportuno. Resumiendo, que no suelo recordar mis sueños -y entiendo que los demás tampoco- y este, que extrañamente perduraba en el tiempo, se complementaba, insólitamente, con novedosos detalles que, mi convencimiento era absoluto, no pertenecían al sueño.
-Se le va a enfriar el café –yo no le oía- ¡Oiga, el café, que se le enfría! –consiguió despojarme de mi aturdimiento el viejo.
No sé durante cuánto tiempo se evaporó la realidad que me circundaba. Probé el café. Estaba tibio, pero no demostraba nada. Dudo que aquella destartalada cafetera lograra echar un café caliente. El galguero terminaba su historia (una historia, que en un principio, me pareció iba a ser larga). Alzaba la voz y me miraba. Entendí que yo era su oyente, el nuevo, el único que desconocía aquel “importante” suceso de su vida.
-Y entonces le dije al tío de Cuenca: ¡Ni tú, ni toa tu puta casta, tenéis dinero pa pagarme a mí la perra! –me sonrió.
-No le haga usted caso –me advirtió otro de los galgueros- Aquel tío tenía más dinero y mejores perros que él.
El galguero narrador enrojeció. Sus ojos irradiaban ira.
-¡Yo me voy a cagar en la puta madre que te parió, que es una santa! ¡Tú lo que has sió siempre es un envidioso! ¡Y un mentiroso! ¡Anda, cuéntale a este hombre tus peleas a ostia limpia con los guardas! ¡Mentira podría! ¡Eres un chivato de los guardas y de la guardia civí!
El aludido blandía, amenazante, el puño cerrado.
-¡Te voy a callá tu puta boca!
No me quedaba más remedio que intervenir. Yo era el centro de atracción y aquella discusión se había producido por agradarme a mí.
-¡Vamos, vamos, señores, que es año nuevo! Tengamos la fiesta en paz. Llénele usted las copas a estos señores, y tómese usted otra.
El anciano comenzó a poner copas vacías sobre la barra, después comenzó a llenarlas, unas de coñac, otras de anís. Después coloco dos copas vacías al lado de mi frío café. Llenó la suya de pacharán y me interrogó con la mirada. “¿Y usted?”, terminó por decir.
Los dos adversarios se daban la mano.
-No les haga usted caso. Siempre están igual. –se sincero el viejo.