CAYETANA Y LOS TRAFICANTES DE ESCLAVOS
No se como comenzar este relato. Nunca fui escritor, ni lector asiduo siquiera. Sacrificare la belleza, no podría conseguirla, no estoy dotado para ello, y me ceñiré estrictamente a la exactitud. Escribiré con secretismo y cautela, pues esta obra, inconclusa o conclusa, no debe caer en manos ajenas antes de mi muerte.
¿Qué temía? Se preguntaran ustedes, los que me sobrevivieron. No temo, como Alexander Solzhenitsyn (vaya nombrecito), con su Archipielago Gulag, a un régimen represor,ni los campos de concentracion, ni temo por los que aun viven. Temo el descrédito, el escarnio, ser ridiculizado, convertirme en el loco al que los niños apedrean, terminar mis días como frikie en televisión…
He decidido empezar por el principio, que se vaya descubriendo todo, del mismo modo que lo descubrí yo. Sentirán así, el terror que padecí, el pánico que me invadió. Entenderán por que me escondía en rincones oscuros en mi propia casa, porque me duchaba con agua fría en pleno enero, porque, por las noches, en vez de dormir lloraba y porque vagaba, como un zombie, por las calles, durante horas. No me extenderé mas en divagaciones, el tiempo me apremia, pues sospecho que mi muerte esta cerca.
Desperté el día uno de enero del año en curso (2010) con la mente embotada y la boca reseca. Nada diferente de otros comienzos de año, alguna copa de más en nochevieja y una mañana con malestar general y poca clarividencia. Pero un recuerdo nuevo, que era ajeno a mi, se había alojado en mi mente. Un individuo de otra época, que era yo mismo, se paseaba por calles desconocidas para mi y, que sin embargo me resultaban extrañamente familiares. No tarde en comprender, por algunos detalles que habían perdurado a lo largo de los tiempos, que se trataba de mi propio pueblo en un siglo diferente. Nada preocupante. Un sueño, sin explicación, como otro cualquiera. Salí de casa dispuesto a tomar un buen café que me despejase. Las calles estaban semidesiertas, la gente dormia . A través de una ventana abierta se oía a un hombre vomitar. Lo imagine con la cabeza metida en el inodoro y los lagrimones corriendo por sus mejillas. Le sobrevino una nueva arcada. Una voz femenina, molesta y chillona inundo el aire.
“Los polvorones, los polvorones… -repetía con retintín- Te dije que no bebieras más”.
Sentí pena por aquel hombre. Rápidamente le olvide. No encontraba ningún bar abierto. Anduve bastante y termine internándome por callejuelas que no conocía. Salí a una plaza en un cabo de barrio donde por fin encontré un tasca abierta. Era una taberna antigua, que debía llevar décadas sin reformarse. Un tugurio grande y destartalado. La barra era de madera con un posapies de metal. Taburetes giratorios anclados al suelo. Algunas mesas y sillas, de esas que antes llamaban… ¿de formica? Espejos aquí y allá en los que estaban escritas las tapas, que seguramente, hacia tiempo, habían dejado de servir. Un anciano, con ojeras y la nariz poblada de venillas rojas, atendía la barra. Cuatro o cinco parroquianos tomaban café y copas de anís o coñac. Todos, clientela y camarero, andaban enzarzados en una conversación sobre cacería con galgos, creí entender.
-Buenos días –saludé.
El anciano abandono el grupo y se me acerco.
-¿Qué se le ofrece?-preguntó
-Un café solo, por favor.
-Va enseguida –y se dirigió hacia una destartalada maquina de café.
Uno de los cazadores, con un palillo entredientes, se dirigió al viejo.
-Paco ¿tú te acuerdas de aquella verdina que yo tenía?
-Claro –contestó desinteresado, temiendo que volviese a contar una historia archiconocida.
Abandonó la cafetera y puso, sobre el mostrador, un plato con un sobre de azúcar y una cucharilla.
… -era la mejor perra que yo he tenio. Acuerdate Pepe, cuando me la quiso comprar aquel tío de Cuenca…
Me desentendí de la conversación, porque, súbitamente, mi cerebro fue bombardeado nuevamente con imágenes de mi sueño. Pero, extrañamente, en lugar de irse desvaneciendo con el progresivo paso del tiempo, volvían, más nítidas, si cabe, y con imágenes, y situaciones nuevas, que al despertar no formaban parte del recuerdo de mi sueño. Todo muy extraño. Anómalo.
Confieso que una incipiente preocupación se apodero de mi. No, no es cierto. La preocupación se adueño de mí más adelante. Prometí ceñirme estrictamente a la exactitud, lo correcto es confesar, que un sentimiento de extrañeza e incredulidad invadieron mi ser. Normalmente, en ocasiones, al despertar conservaba, y vuelvo a matizar, solo ocasionalmente, un recuerdo muy intenso de algún sueño. Y, aunque, a veces, deseaba recordarlo (poque era bello, o interesante, o alegórico o metafórico…) en escasos minutos comenzaba a difuminarse, se diluían los detalles permaneciendo, tan solo, una idea general del sueño; y terminaba, al cabo de las horas, disolviéndose completamente. Hay otra categoría de sueños, que por repetitivos, la idea general, no los detalles, permanece grabada en mi memoria. Como aquel, en que huyo de algún peligro y mis piernas se quedan sin fuerzas, no obedecen a mi cerebro, y corro a cámara lenta, cada vez más lentamente… Y cuando irremediablemente, con súbita inminencia, voy a sucumbir al peligro, me despierto. En realidad, calificaría, este último sueño, de pesadilla. No viene al caso, no es un ejemplo oportuno. Resumiendo, que no suelo recordar mis sueños -y entiendo que los demás tampoco- y este, que extrañamente perduraba en el tiempo, se complementaba, insólitamente, con novedosos detalles que, mi convencimiento era absoluto, no pertenecían al sueño.
-Se le va a enfriar el café –yo no le oía- ¡Oiga, el café, que se le enfría! –consiguió despojarme de mi aturdimiento el viejo.
No sé durante cuánto tiempo se evaporó la realidad que me circundaba. Probé el café. Estaba tibio, pero no demostraba nada. Dudo que aquella destartalada cafetera lograra echar un café caliente. El galguero terminaba su historia (una historia, que en un principio, me pareció iba a ser larga). Alzaba la voz y me miraba. Entendí que yo era su oyente, el nuevo, el único que desconocía aquel “importante” suceso de su vida.
-Y entonces le dije al tío de Cuenca: ¡Ni tú, ni toa tu puta casta, tenéis dinero pa pagarme a mí la perra! –me sonrió.
-No le haga usted caso –me advirtió otro de los galgueros- Aquel tío tenía más dinero y mejores perros que él.
El galguero narrador enrojeció. Sus ojos irradiaban ira.
-¡Yo me voy a cagar en la puta madre que te parió, que es una santa! ¡Tú lo que has sió siempre es un envidioso! ¡Y un mentiroso! ¡Anda, cuéntale a este hombre tus peleas a ostia limpia con los guardas! ¡Mentira podría! ¡Eres un chivato de los guardas y de la guardia civí!
El aludido blandía, amenazante, el puño cerrado.
-¡Te voy a callá tu puta boca!
No me quedaba más remedio que intervenir. Yo era el centro de atracción y aquella discusión se había producido por agradarme a mí.
-¡Vamos, vamos, señores, que es año nuevo! Tengamos la fiesta en paz. Llénele usted las copas a estos señores, y tómese usted otra.
El anciano comenzó a poner copas vacías sobre la barra, después comenzó a llenarlas, unas de coñac, otras de anís. Después coloco dos copas vacías al lado de mi frío café. Llenó la suya de pacharán y me interrogó con la mirada. “¿Y usted?”, terminó por decir.
-También pacharán.
Los dos adversarios se daban la mano.
-No les haga usted caso. Siempre están igual. –se sincero el viejo.
Autor J.M. LEBRON
continuara...