CAPITULO 1
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Nacido en altamar, Pedro Iglesias Dans, apátrida natal, era de nacionalidad española y de sentimientos profundamente andaluces. Fue criado, tutelado, adoctrinado y, "hecho hombre" por su tía Flora; una solterona insatisfecha, puesto que, temerosa de Dios, reprimía sus más íntimos deseos. A sus treinta y cinco años, poseía un cutis limpio, ligeramente anguloso, y un pelo, y unos ojos, heredados de una lejana ascendencia cordobesa. Su cuerpo, esbelto, cuidado, y poco estropeado por el trabajo, pues era mujer de posibles, recordaba el de una jovencita en su primer baile. No era de extrañar, teniendo en cuenta estas circunstancias, que, sin proponérselo conscientemennte, despertara pasiones en los aldeanos. Adolescentes inexpertos pecaban, en solitario, en los recónditos entresijos del bosque; en la intimidad de sus lechos, ocultándose de hermanos y padres, (en la mayoría de los casos, la pobreza obligaba a compartir habitación); o en alguna covacha olvidada. Pecaban, decía, con la imagen de Flora en las mentes. Mujeres que sospechaban, que los renacidos bríos de sus maridos, eran inspirados por Flora. No eran ajenos a su influencia los habituales del casino (el cacique, el médico, el boticario, algunos ricachones venidos a menos, algunos comerciantes venidos a más... resumiendo, el cacique y sus aduladores). Incluso, los ancianos del lugar, sentados al sol, los escasos días que la lluvia lo permitía, soñaban con una juventud perdida y una Flora alegre y sonriente. Cómplice, compañera, amante y amiga.
Estos anhelos colectivos, eran completamente desconocidos por Flora. Si conocía, sin embargo, un interés más personalizado: el de Nazario, el cacique. Frecuentemente era abordada, importunada, por él. Se deshacía de él con suma facilidad. Este hecho era la comidilla del casino; cuando Nazario estaba ausente, desde luego. "Un hombre acostumbrado, no solo a mandar, sino a que se hiciese su Santa voluntad, a que se cumpliesen todos sus caprichos. A que maridos, padres, novios, hermanos... tragasen saliva, mirasen para otro lado y aceptasen lo que él les ofrecía". No les faltaba razón. En su interior, cada uno de ellos, se regocijaba: "Alguien no se doblegaba ante Nazario. Alguien se le resistía. Se le oponía". Entre ellos, serviles y aduladores, no había ninguno con la suficiente hombría, valentía, juventud para oponérsele. Carecían también, era imprescindible para el enfrentamíento, de dinero. Flora, sin embargo, solo tenía un buen pasar. Vivía de rentas, aunque su familia, que había ido viniendo a menos, antiguamente había dominado la región.
Esperaban -soñaban, los aduladores- que el sobrino de Flora, Julio, que ya tenía quince años, se enfrentaría a él. Mientras tanto, cualquiera de ellos se hubiera cortado una mano por meter a Flora en la cama de Nazario.
El casino, envuelto en una leve niebla, provocada por el humo del tabaco, estaba repleto. Fuera lloviznaba, como venía ocurriendo desde hacía una semana. Las mesas soportaban partidas de domino o de cartas, rodeadas de mirones. También alguna tertulia que otra. En un rincón tronó un fichazo.
-¡Ea!, ya se "ahorco" el cuatro doble -exclamó un mirón.
-El juego es callao -protestó un jugador.
Una voz, que provenía de la sala de lectura, se destaco en el murmullo.
-Niño trae unos anises.
Don Ernesto, el boticario, volvió a la mesa de la sala de lectura y frotándose las manos dijo:
-¿Qué, señores? ¿Hay partida o no hay partida?
Seguidamente se sentó.
-Esperemos a Nazario. Esta al caer -dijo el alcalde.
-Hoy, querido Don Pablo, Nazario no vendrá. Ha colocado en su fábrica al marido y los hijos de Ramona, "la mula". Y debe de andar cobrándose su pieza.
-La Luisa - Entendió Don Luis, el médico.
-Un bomboncito de diecisiete años -Suspiró el boticario- ¿Qué opina usted, Don Lázaro? Ha ido a curar sus vacas mil y una veces. Me consta que usted la persiguió durante algún tiempo.
-Se defendía a mordiscos y patadas. No cabe duda: es descendiente de una "mula". - Bromeo el veterinario- Nazario la domara... ¡Hombre, los anises!
El camarero, un joven imberbe, con chaquetilla blanca y pajarita negra, acababa de entrar portando una bandeja con cuatro copas y una botella de anís del Mono. Lo puso todo sobre la mesa y seguidamente lleno las copas.
-Gracias. -Tomaba su copa Don Ernesto- Deja la botella sobre la mesa. Te ahorraras viajes -sonreía Don Ernesto- Y tráete otra copa para Don Nazario.
Efectivamente, Nazario estaba apoyado con su hombro en el marco de la puerta. Brazos y pies cruzados, apoyando la puntera del zapato derecho en el suelo. Tenía unos treinta años. Era un hombre fuerte y guapo. Vestía un traje azul, camisa blanca y una corbata azul con pequeños rombos amarillos.
-¡Don Nazario! -Gritaron todos al unísono.
-Temíamos que hoy no vendría.
-Como iba yo a abandonar nuestra partida. Aunque, señores, sepan ustedes, que tenía motivos de sobra.
-¿Motivos de trabajo, quizás? -Preguntó picaruelo el boticario.
-¿Equitación, tal vez? Puede que haya usted estado montando una "mulita" -Susurró el alcalde.
- Veo que las noticias vuelan. ¡Don Ernesto: es usted un cotilla! -Estaba de buen humor Nazario.
-¿Que iba a hacer yo? Muerto de envidia. ¡Que ya me hubiese gustado a mi pillarla yo!
-¡Don Ernesto...! ¡Que usted ya no tiene edad! -Le reprochó el médico.
-¡Que sabrá usted!
-¡Todo!
-Recuerde el juramento hipocrático... -Bromeaba el boticario.
El alcalde ofreciéndole una silla a Nazario:
-Cuéntenos usted. Estamos sobre ascuas.
Nazario observaba al veterinario.
-Muy callado le veo.
-Pura envidia. Estoy deseando conocer la historia.
-No se preocupe, se la pasare cuando me canse.
-Aceptare encantado. -Volvía a sonreir Don Lázaro.
-¡Es pura dinamita, señores! -A Nazario le brillaban los ojos- ¡No les digo más!
-Pero, ¿cómo ha vuelto usted tan pronto, hombre de Dios? Le hubiésemos perdonado. Tratándose de este asunto...
-Para reponer fuerzas, querido Don Ernesto. ¡Es una fiera! ¡Ya le digo!... Pero, su madre, me ha prometido dejar esta noche la ventana abierta.
El camarero volvió con una copa vacía para Nazario. Sus ojos, enrojecidos delataban un llanto reciente.
- ¡A buenas horas! -Bramó el alcalde- ¿Dónde te habías metido?
Ninguno de ellos había osado tocar su copa durante la larga espera. El chico, ruborizado, llenó la copa del mandamás.
-¡Jodido crio! -Murmuro entre dientes el alcalde y se metió la copa de un solo trago entre pecho y espalda. - ¡Y abre las ventanas! ¡Hasta tú tienes los ojos enrojecidos de tanto humo!
El joven abrió las ventanas del lado derecho de la estancia. El único por donde no penetraban las gotas de lluvia. Salió y comenzó a abrir los ventanales del salón contiguo.
-No es el humo, Don Pablo. El chico ha estado llorando. -Informó Don Lázaro- Le he pillado varias veces espiando a la Luisa.
Nazario disfrutaba.
-¡No me digas que esta enamorado! ¿No será su novio?
-El rapaz es muy tímido. Solo la espía, escondido mientras ella brega por el pazo.
El boticario llenaba las copas.
- ¡Bueno! ¿Quién da cartas?
-Ave María Purísima.
Don Senén, como cada día, se hallaba en el confesionario. Era un cura sexagenario que había perdido la cuenta de los años que llevaba destinado en la parroquia Nuestra Señora de las Angustias de Fuentevieja. Su nariz gongorina fue motivo de chistes, entre los menos fieles, desde el primer día que piso Fuentevieja. Los años la habían tornado rojiza, inundada de pequeñas venillas azules. Las malas lenguas lo achacaban, no a la edad, sino al vino de misa, que decían, tomaba entre oficio y oficio.
-Sin Pecado Concebida.
Era un día sin grandes pecados y el sacerdote se aburría terriblemente. Cuando las aldeanas le confesaban tocamientos, fantasías, deseos inconfesables o algún efímero desliz, sus apagados ojos se alegraban y recuperaban un brillo juvenil.
-Padre, perdóneme porque he pecado.
La iglesia tenía goteras, meditaba Don Senén. Tambien grietas por donde penetraban corrientes de aire. Y su salud se iba deteriorando día a día. También, claro esta, las imágenes, los frescos y la propia construcción sufrían estas inclemencias... No sería Doña Flora quien le sacase del abatimiento. Lustros llevaba -pensó- sin confesarle nada jugoso.
Flora, arrodillada junto al confesionario, notaba la desidia del cura.
-Padre...
-Dime, hija.
-He leído libros "franceses".
-No todos los libros franceses son pecaminosos.
-Estos si, padre.
-Tráemelos y yo decidiré si lo son o no.
-No son míos.
-No debes volver a leerlos. ¿A quién pertenecen? Debes convencerle para que me los entregue. -No veía el modo de hacerse con los libros Don Senén.
-Fue solo durante diez minutos.
-¿De quién son? Debes decírmelo.
Flora, incómoda y avergonzada, deseaba que le impusiese una penitencia y salir de allí.
-Padre...
-Dime, hija.
-Me han gustado.
Noto Don Senén, bajo la sotana, una ligera erección.
-¿Has tenido tocamientos?
-¡Padre! -Casi gritó Flora- ¿Por quién me toma?
-Reza cinco avemarías. -Reacciono Don Senén- Debes convencer al propietario para que me entregue esos libros. Debemos evitar que siga pecando.
Cuando Flora salió de la iglesia se sintió liberada. Se recompuso el chal y abrió su paraguas para protegerse de la persistente lluvia. Entro en la mercería de Doña Aurelia. Las parroquianas, que aguardaban su turno, chismorreaban sobre alguna moza. La Luisa, le pareció entender. Todas saludaron a Flora muy alegres.
-Buenas tardes, Doña Flora. ¡Que alegría verla por aquí! ¿No estará enferma la Lola?
-No, Doña Aurelia. -Ella solía mandar a Lola a los recados- Esta perfectamente. Volvía de la iglesia y recordé que necesitaba unos encajes.
-Dicho y hecho. Doña Aurelia comenzó a sacar cajas de las estanterías.
-No, por favor. Ellas estaban antes.
-Estas no tienen prisa. ¿Y Pedro? Hace tiempo que no le veo.
-Estudia en casa. Quiere ser ingeniero. Tal vez le mande a Madrid el año que viene.
Doña Aurelia había abierto y enfilado todas las cajas en el mostrador. De cada una de ellas sobresalía un trozo de encaje, a modo de muestra.
-Elija usted.
Flora dudaba entre dos. "Dichoso Pedro y sus libros. El mal rato que le había hecho pasar. ¡Y lo bien escondidos que los tenía! ¿De dónde los habría sacado?".
Me llevare estos dos. Dos metros de cada uno.
-¿No ha oido los nuevos rumores? -Media y cortaba los encajes Doña Aurelia- Se refieren a uno de sus arrendatarios. Parece ser que Nazario ha empleado al marido y los hijos de Ramona, "la mula".
-No sabía nada.
Las aldeanas, alegres de poder seguir cotilleando, se lanzaron a parlotear en tropel.
-Y la Luisa ha sido vista con Nazario.
-Iba en su coche.
-La ha llevado a Sevilla.
-Lo más seguro.
-Ya oye usted. -Envolvía los encajes Doña Aurelia- Ahora no tendrán dificultades para pagarle la renta.
-Nazario se cansa pronto.
-Si. Pero no despide a sus empleados. Siete con cincuenta.
-Mañana vendrá Lola a pagarle.
-Desde luego.
Anochecía en Fuentevieja. Ramona, con un candelabro en la vaqueriza, ordeñaba la última de sus vacas. Rondaba, quizás rebasaba, los cuarenta años. Aparentaba alguno más, pues había trabajado muy duro desde pequeña. Era bajita y algo regordeta. Tenía el pelo recogido y un pañuelo blanco cubría su cabeza.
"Ella sola había realizado todas las tareas del rancho. De amanecida había ordeñado las vacas; después, había preparado el desayuno y visto partir, a su marido y sus dos hijos que tenían un nuevo empleo. A su hija la había dejado dormir hasta tarde. Nazario, debía encontrarla fresca y limpia. Solo cuando hubo regresado de vender la leche en el mercado, la había dejado levantarse. La había obligado a lavarse meticulosamente. Le había colocado el vestido de los domingos. La había peinado y la había perfumado. Después había contemplado satisfecha su obra (era guapa, la condenada. Nada tendría que envidiar a Flora si tuviese sus vestidos, sus pinturas, sus perfumes... claro, y también su soltura y saber estar). Cuando llegó Nazario con su automóvil -el único de toda la comarca- le notó sorprendido al verla. Estuvo muy amable y se marcharon pronto. Después había hecho las camas, las faenas habituales de la casa... También había ido al río, bajo la lluvia, a lavar la ropa sucia. Había comido sola y arrancado las malas yerbas del huerto, recogido los huevos, alimentado a las gallinas, a las vacas... y ahora volvía a ordeñarlas... y continuaba lloviendo".
A lo lejos, sumida en las sombras del atardecer, una figura de mujer se aproximaba lentamente. Ramona supo que era su hija.
"Si Nazario no estuviera prendado de esa beata mojigata que estaba hecha Flora... ¡Como cambiaría su vida! ¡La suegra de Nazario!... Bueno, ¿quién sabe? La niña no era fea y aventajaba a Flora en juventud... ¡Ay! ¡Pero, bien sabía ella, que era soñar despierta! Su hija no sería ni la primera, ni la última que pagaba favores a Nazario. Y, en cuanto a Flora, nadie comprendía porque él soportaba sumisamente sus desaires. Estaba claro, que él, la deseaba, como a tantas... ¡No! Nazario no estaba enamorado ¡Seguro! Nazario era como ella: No quería a nadie... bueno, había una pequeña diferencia: él no quería a nadie excepto a si mismo. Nazario había salido de la nada, mientras que Flora tenía estirpe. ¿Le impresionaba a Nazario la trascendencia de una familia?".
-Buenas noches, madre. -Saludo Luisa.
-¿De donde vienes a estas horas? -Preguntó inquisitorialmente la madre.
-Bien lo sabe usted. -Respondió con tono acusador Luisa.
-Tu padre y tus hermanos volvieron del trabajo hace una hora. Vieron a Nazario entrando en el casino. ¿Por qué, con esta lluvia, no te trajo en el coche? ¿Acaso te portaste mal?
-No, madre. Le dije que me apetecía venir dando un paseo.
-¿Con esta lluvia? ¿Y por qué tardaste tanto? Desde el pueblo solo hay media hora.
-¿Le ayudo con la leche, madre? -Cambió de tema Luisa.
-No. Mientras estés con él, no quiero que huelas a vaca. Tu padre y tus hermanos ya no pueden ayudarme. Y tú, por ahora, tampoco. Hoy lo hice todo sola. Por algo me llaman "la mula". Hasta segué una carreta de yerba para las vacas. Entra en casa y quítate esas ropas mojadas. Lávate, cena y acuestate. El vendrá esta noche. Entrara por la ventana.
-¿Es que no tuvo bastante? -Acusaba de nuevo Luisa.
-El dirá cuando es bastante. -Respondió fríamente Ramona.
El boticario lanzó la última ficha que le quedaba sobre la mesa.
-Domino, señores.
-¡Joder! ¡Otra vez! Lleva usted toda la tarde dominando,-Se lamento Nazario.
El médico ajustaba cuentas.
-¡Y con esto creo que hemos ganado, señores. -Dijo.
-¡Claro! ¡Si tienen la suerte de cara! ¡ Así cualquiera! -se desahogó el alcalde.
Don Ernesto se removió en su asiento.
-¡Bueno...! ¡El poder sanitario ha vencido al poder político! -Sentenció feliz, el boticario.
-¡Queremos la revancha! -Se fingía exaltado el alcalde.
-Yo no puedo, Don Pablo. Recuerde que tengo una cita. -Se excusaba Nazario- Y para que vean ustedes que soy buen perdedor -se sacaba una cajita del bolsillo de la chaqueta- voy a obsequiarles con un purito a cada uno. Directamente traídos para mí, desde La Habana. Los recibí esta mañana. Dos meses han tardado en llegar a mis manos. Comprendan que desde La Habana hasta aquí, ¡es lo mínimo!
Todos olfateaban el puro con delicadeza, intentando percibir su aroma aristocrático.
-¡Caray, Don Nazario! ¡Esto es vida! -Exclamó Don Pablo.
-Es una lástima que Don Lázaro tuviera que marcharse. ¡Vaya día que lleva! Primero le quitan "la novia". Y ahora se pierde el puro. -Bromeo el boticario. Y todos rieron.
-¡Niño! -Voceo Nazario- ¡ Tráete unas copas de coñac! ¡Del mejor que haya! Este puro -dijo Nazario volviéndose hacia ellos y recuperando el tono normal- merece ser bien regado.
Don Ernesto estaba exultante.
-¡Y además nos invita! -Chillaba el boticario- ¡Viva Don Nazario!
-¡¡Viva!! -Gritaron todos.
Flora, camino a casa desde la mercería, había sufrido un desbarajuste mental. Tan embebida estaba en sus pensamientos que se había cruzado con personas sin verlas. Primero pensó en Luisa. No la veía desde niña. Ramona, la traía consigo, cuando venia a casa a pagar la renta. Después, Ramona comenzó a venir sola. Aquella niña se había convertido en mujer, y ella, Flora, ni siquiera se había enterado. Hizo un esfuerzo y trato de imaginarla hecha mujer. Pero, solo consiguió ver imágenes de una niña jugando con Pedro, que era dos años menor que ella. También Pedro era ya un hombre. Y ella tampoco se había enterado. Para que más prueba que aquellos malditos libros. ¡Que mal rato había pasado! ¡Y que nerviosa estaba! Solo ahora comprendía, que Don Senén estaba interesado únicamente en los libros... ¡Y que lascivo había estado... "¿Has tenido tocamientos?". La pregunta comenzó a martillearle la cabeza. La oía una y otra vez, con la voz lujuriosa de Don Senén. ¿Se comportaría igual con las demás aldeanas?... Y además... ¿Estabe ella todavía en pecado? Cuando la noto enfadada, se puso nervioso y le impuso una penitencia. Pero, ni le preguntó si estaba arrepentida, ni la absolvió. Bien sabía Dios, que si el ceremonial no se había cumplido, no era culpa de ella. También, debía comprender, que ni muerta, volvía a confesar algo parecido... al menos con Don Senén.
Absorta, y ajena al mundo que la rodeaba, hubiese continuado de no haber notado sus pies húmedos. Bajo la vista y comprobó que los había metido en un gran charco. Era lo suficiente profundo como para que el agua hubiese penetrado en sus zapatos. Alzó la vista, y miró a su alrededor para cerciorarse de que no era observada por nadie. Tan solo entonces, supo que estaba a las puertas de su casa. Una antigua mansión de dos plantas con enormes ventanales y rodeada de árboles y jardines. Antes, en tiempos de prósperidad familiar, habían sido famosos y envidiados por toda la comarca. Flora no podía costearse un jardinero. Y flores, y enredaderas malconvivían con yerbajos y zarzas. De la casa, que ahora le venía grandísima, solo ocupaba unas cuantas habitaciones del piso superior. Cuatro dormitorios, el suyo, el de Pedro, otro para Lola y un último dormitorio para Carmen, la hija de Lola. Ellas dos componían todo su servicio. La biblioteca, que seguía cumpliendo su función, había sido habilitada, además, como sala de estar y recibidor de visitas. También utilizaba un comedor y un pequeño salón. Sin olvidar un pequeño cuarto, alejado de ruidos, que empleaban Pedro y su profesor como zona de estudio. Sin olvidar los cuartos de baño. Uno que compartía ella con Pedro, y otro que era usado por Lola y su hija, y que también utilizaba el profesor de Pedro, en caso de apremio. Las demás habitaciones estaban cerradas y los muebles cubiertos con sábanas. Únicamente la cocina, era utilizada en la parte inferior, que antaño había alojado al servicio. Flora, por comodidad, había trasladado a Lola y su hija a la parte superior.
En un rincón de las dos hectáreas de arboleda y jardines, que rodeaba la mansión, se encontraban las antiguas cuadras, ahora también inutilizadas, pues Flora, ya no tenía caballos ni cochero. Fue allí, donde oyó ladrar, esa misma mañana, un perro abandonado, que debía haberse refugiado de la lluvia, la noche anterior, y había quedado atrapado. Se calzó sus botas y cruzó los jardines bajo la lluvia. Abrió el gran portalón y un enorme perro, de color rojizo salió disparado. Aquella puerta no solía abrirse y, el integrante de la raza canina, no podía haber entrado por otro sitio. Tal vez, algún mendigo o viajero había pasado allí la noche; o puede que Pedro hubiera estado curioseando. Entró, y salvo unos excrementos de perro no vio nada anormal. Al fondo, cubierto de polvo, estaba el viejo coche familiar, y a su lado, otro más pequeño, de dos plazas, que utilizaba su padre para trasladarse por toda la comarca. Fue en este último, donde observó, marcadas en el polvo, las huellas de unas manos en el asiento. Este podía abrirse, y se convertía en un cajón, que servia para transportar el equipaje de mano, o cualquier otra cosa. Flora, extrañada levantó la tapa. Comprobó, sorprendida, que ocultos en su interior, se hallaban tres libros, bellamente encuadernados en piel. Tomo uno de aquellos libros, de un hermoso color burdeos, acarició sus tapas y le parecieron suaves y cálidas. Seguidamente leyó el titulo, "El soldado herido y otros relatos cortos", y la colección a la que pertenecía, "La biblioteca privada del marqués". En vano busco el nombre del autor. Lo abrió por el índice. Se componía de diez relatos cortos. Al lado de cada relato nombraba a su autor. "1 -El soldado herido. Justine Seigner", leyó Flora. Una mujer escritora, pensó. Rápidamente busco el relato del soldado.
"Vivíamos en un rincón olvidado del sur de Francia, en un valle, justo a las faldas, de las primeras montañas de los Pirineos. Corrían tiempos de crueldad y barbarie. El mundo estaba en guerra. Ya duraba dos años... (si, creo que estabamos en 1915, o quizás... si, seguro, en 1916). Aunque, nosotros, en nuestro pequeño rincón del mundo, apenas nos habríamos enterado, si el ejercito no hubiese reclutado nuestros mejores hombres. Seguíamos las noticias por los periódicos, que siempre nos llegaban con retraso, o bien, por algún viajero que cruzaba nuestros caminos. Rara era la ocasión en que novias o madres recibían cartas, normalmente escritas por otro soldado amigo, pues, pocos de nuestros muchachos sabían leer y escribir. Mi padre tenía una gran finca que distaba del pueblo más cercano unos diez kilómetros. A veces, familias enteras -padres, hermanas, novia y algún que otro abuelo- se acercaban a casa (era un viaje que duraba a pie, ir y volver, una jornada completa) para que mi padre, mi madre, mi hermana, o bien yo, les leyésemos una de esas cartas. Después ellos nos dictaban la respuesta, pero esas cartas, raramente llegaban a los soldados..."
En este punto Flora detuvo la lectura y examino los dos libros restantes. Pertenecían a la misma colección, "La biblioteca privada del marqués". Leyó sus títulos: "Marie y Juliette, y otros relatos" y "El caballicero y la duquesa, y diez relatos más". Decidió seguir con "El soldado herido" y se saltó unas cuantas de páginas.
"Aquel día había decidido visitar a mi prima Amelie. Vivía en una finca cercana (unas dos horas de viaje) que pertenecía a mi tío Patrice. Había oído que un amigo de mi tío, había venido, con sus dos hijos, huyendo de los desastres de París. Y él, mi tío, les había alojado en su finca. "¡Por fin hombres jovenes!", pensé.Hacía el viaje, como otras veces, en la calesa de mi padre, conducida por Francoise, nuestro cochero. Era un día soleado con una agradable brisa cálida. El camino bordeaba las montañas, y yo, observaba sus laderas cubiertas de pinos que, a media montaña, se trasmutaban en matorral, para después trasformarse en hierba. A más altura convertirse en terreno yermo y ésteril y terminar en un picacho de nieve. A lo lejos, en un recodo que hacía el camino, divise a un hombre que cojeaba ostensiblemente. Al acercarnos a él, comprobé que vestía el uniforme de nuestro ejercito e hice que Francoise parase.
-¿Dónde vas soldado? -Le pregunté, sacando la cabeza por la ventanilla.
-A Crevillon. -Respondió. Un pueblo que distaba más de veinte kilómetros.
-Si quieres podemos acercarte hasta el cruce de caminos que hay antes de entrar en la próxima aldea. Nosotros nos desviamos allí. -Y abriendo la puerta le invite a subir.
-Le estoy muy agradecido.
Era un chico introvertido y no hablaba mucho. Confesó llamarse Emile y ser de Crevillon. Había estallado una granada cerca de él y se le incrustó metralla en la pierna. Los médicos no habían podido extraerla toda y le habán mandado a casa. Reconoceré, que para ganarme, al primer golpe de vista, a los chicos de París, me había puesto un vestido muy escotado y Emile no podía apartar la vista de mis pechos. Me dio pena aquel muchacho, que defendiendo a nuestro pais, había quedado mutilado, y que posiblemente, llevase mucho tiempo sin ver una mujer. Francoise, desde el pescante, no podía vernos.
-¿Te gustaría verme las tetas? -Le pregunté maliciosamente.
El se ruborizó y, bajando la vista, trato de excusarse.
-Perdóneme la señorita... Claro que si... Pero, no era mi intención... -Balbuceaba de forma inconexa.
Me baje las tirantas del vestido y tire de el hasta descubrir mi pecho por completo. Tengo unos senos pequeñitos, pero muy duros, y muy bonitos.
-¿Y tocarlas? ¿Te gustaría tocarme las tetas?
Emile, sin decir nada, empezó a tocarlas, tímidamente al principio, después con fruición. Mis pezones empezaron a endurecerse. Y él comenzó a juguetear con su lengua. Contorneándolos suavemente al inicio, después se dedicó a la zona central, alternando delicadas caricias con su lengua y cariñosos mordisqueos. Mi coño empezó a humedecerse y mis pezones estaban a punto de estallar.
-Sacate la polla. -Acerté a decir.
Tenía un miembro gigantesco. Mi coño estaba tan empapado que la humedad corría por mis muslos. Cogí su picha con mi mano derecha. "Me gusta sentir tu mano en mi polla",dijo. Entonces, empecé a mover mi mano y él se calló. Después, me la metí en la boca y comencé a mamársela. Estaba dura como un leño. Trate de tragármela entera y no pude. Decidí acariciarla un poco con mi lengua, y la note a punto de estallar. No quería que se corriese tan pronto. Para darle un descanso acerque mi boca a la suya. "Prueba el sabor de tu polla", le dije. Y lo obsequie con un colosal morreo. Volví a su polla y la atrape con los dientes. Inmediatamente estalló en mi boca. Fue una corrida copiosa y espesa. Su semen me chorreaba barbilla abajo y caía sobre mis tetas.
-Ahora cómemelo. -Le ordene.
Apoyé mi espalda en un lateral de la calesa, abrí las piernas..."
Flora no pudo continuar leyendo. Estaba escandalizada y asqueada, también sentía curiosidad y deseo. Era una mezcla de sensaciones un poco esquizoide. Se noto agitada. Una excitación sin precedentes la consumía, tal era su magnitud. Sus pezones duros como piedras y su coño... -"¡Síiii, su coño, como en la novela!"- estaba tremendamente empapado. Deseo acercar su mano y notarlo, acariciarlo, mimarlo... liberarse de la carga de lujuria que se había apoderado de ella. A duras penas se contuvo. Trato de recomponerse, y poco a poco, su agitada respiración recupero el ritmo normal. No cabía duda. Aquellos libros estaban inspirados por el diablo. Decidió dejarlo todo tal y como lo había encontrado. Y, después de guardar cuidadosamente los libros, salió a recibir la fresca brisa de la mañana.
Don Ernesto, protegido por su paraguas volvía a casa.Estaba alegre y satisfecho. "Primero había vencido a Nazario a las cartas y después al domino. ¡Toma Nazario! Naturalmente estaba algo achispado. Vivía en Fuentevieja desde que, muy jovencito, compro la botica a un matrimonio anciano sin hijos. También él era ya casi un anciano. Y tampoco tenía hijos. Su mujer era algo más joven que él, pero no lo suficiente para ser del gusto de Nazario. ¡Eso salía ganando!" Estos pensamientos, algo incoherentes, le rondaban por la mente, cuando, al doblar una esquina, casi se da de bruces con Faustino.
-¡Hombre Faustino! ¡Que alegría!
-Me alegro de verle Don Ernesto.
-¿Se le curo aquel catarro? -Preguntó Don Ernesto sin esperar respuesta- ¡Vayamos al bar de los jornaleros a tomar una copa! -Propuso con jovialidad.
Faustino le observó detenidamente
-¿No le parece que ya tomo bastante?
-¿Se nota mucho? Mira que la Candelaria cuando llegue me la lía.
-Más lo notara si va al bar de los jornaleros.
-Y... ¿Por qué no se viene usted a mi casa a tomar una copa?
- Otro día Don Ernesto. -Señalo con la cabeza a un hombre que se acercaba- ¿Qué diría su mujer si nos presentamos con Don Alvaro?
El hombre caminaba torpemente, tropezó pero se rehízo rápidamente. Sus ojos estaban acuosos y distraídos.
-¡Ay va! ¡Ese esta peor que yo! Con él si que va usted a la taberna de los jornaleros sin importarle como este. -Le reprochó sin malicia Don Ernesto.
-A él ya hace tiempo que le deje por imposible. Además, usted sabe que es como mi hermano. Se le acepta tal cual es. -Explico Faustino.
Don Alvaro de un ligero traspiés llegó a la altura de ellos.
-No me has esperado. -Reprendió amistosamente a Faustino.
-Te dije que te esperaba en la taberna.
-Si, pero... -Solo entoncés reparo en Don Ernesto- ¡Caramba Don Ernesto! ¿Como van esos potingues? ¿Viene usted con nosotros a la taberna de los jornaleros?
-Encantado.
CONTINUARA...
Autor J.M. LEBRON
continuara...