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Historia
La pintura pertenece al género del bodegón con figuras que Velázquez practicó durante sus años de formación en Sevilla para adquirir por ese medio el completo dominio de la imitación del natural, según defendía su suegro Francisco Pacheco en El arte de la pintura. De las pinturas tempranas de Velázquez, es la que cuenta con mayor número de testimonios documentales y literarios, habiendo sido extensamente descrita, aunque de memoria y con errores, por Antonio Palomino, que la ponía como ejemplo de las pinturas de género a las que se había entregado el pintor en sus primeros años:
Inclinóse [Velázquez] a pintar con singularísimo capricho, y notable genio, animales, aves, pescaderías, y bodegones con la perfecta imitación del natural, con bellos países, y figuras; diferencias de comida, y bebida; frutas, y alhajas pobres, y humildes, con tanta valentía, dibujo, y colorido, que parecían naturales, alzándose con esta parte, sin dejar lugar a otro, con que granjeó gran fama, y digna estimación en sus obras, de las cuales no se nos debe pasar en silencio la pintura, que llaman del Aguador; el cual es un viejo muy mal vestido, y con un sayo vil, y roto, que se le descubría el pecho, y vientre con las costras, y callos duros, y fuertes: y junto a sí tiene un muchacho a quien da de beber. Y ésta ha sido tan celebrada, que se ha conservado hasta estos tiempos en el Palacio del Buen Retiro.
Su datación oscila, según los especialistas, entre 1618 y 1622, pero en todo caso se presume sea posterior a la Vieja friendo huevos, otra de las obras destacadas de este periodo pero de técnica más inexperta, e incluso, según insinúa Jonathan Brown, podría haber sido pintada ya en Madrid en 1623.
El cuadro perteneció por regalo o venta a Juan de Fonseca, clérigo y maestrescuela sevillano llamado a la corte por el Conde-Duque de Olivares donde desempeñaba el cargo de sumiller de cortina al servicio de Felipe IV. Fonseca, por orden de Olivares, fue quien llamó a Velázquez a Madrid, siendo su primer protector en la corte. El retrato que Velázquez le pintó a poco de llegar a Madrid fue, según Pacheco, lo primero de su mano que vio el rey, abriéndole las puertas de palacio. El 28 de enero de 1627 el propio Velázquez se encargó de su tasación en el inventario de los bienes dejados por Fonseca a su muerte, dando una sencilla descripción de la pintura, valorada en 400 reales: «un quadro de un aguador de mano de Diego Velázquez». Como «un aguador» fue adquirido en la almoneda de los bienes de Fonseca por Gaspar de Bracamonte, camarero del infante don Carlos, habiéndoselo adjudicado por 330 reales a cuenta de deudas; perteneció luego al cardenal-infante don Fernando antes de pasar al Palacio del Buen Retiro, donde en el inventario de 1700 se aventuró por primera vez el nombre de «el corzo de Sevilla» para denominar al aguador: «496 Ottra de Vara de alto y ttres quartas de ancho Con Un rettrato de Un Aguador de Velázquez llamado el dicho Aguador el corzo de Sevilla». Más tarde se incorporó al Palacio Real Nuevo donde lo vio Antonio Ponz y fue grabado al aguafuerte por Goya. También Blas Ametller lo grabó en 1793 a buril y aguafuerte bajo la dirección de Manuel Salvador Carmona y por dibujo de León Bueno por encargo de la Compañía para grabar los cuadros de los Reales Palacios. Según explicaba la leyenda al pie:
Este quadro del Aguador de Sevilla, pintado por Don Diego Velázquez según su primer / estilo, da a conocer, como notó el Caballero Mengs, el cuidado con que se sujetó en sus principios / aquel gran Pintor a la imitación del natural. Tiene tres pies de rey y quatro pulgadas de alto, / y de ancho dos pies y seis pulgadas: está en el Real Palacio de Madrid.
En 1813 fue apresado por el duque de Wellington con el equipaje de José Bonaparte tras la batalla de Vitoria y llevado a Inglaterra. Regalado al duque por Fernando VII, permanece desde entonces en Apsley House.
Descripción
Protagonistas del cuadro son un anciano aguador vestido con un capote pardo, bajo el que asoma una camisa blanca y limpia, y el muchacho que de él recibe una copa de cristal fino llena de agua. El muchacho, vestido de negro y con amplio cuello blanco, inclina la cabeza, en un escorzo semejante al del joven recadero de La vieja friendo huevos, para recoger la copa con gesto grave, sin cruzarse las miradas. Entre ellos, casi confundido en las sombras del fondo de color tierra oscuro, otro hombre de mediana edad bebe en lo que parece una jarrilla de loza. El brazo izquierdo del anciano se proyecta en escorzo hacia fuera del cuadro, apoyando la mano en un cántaro grande de cerámica en el que se dibujan las marcas del torno, cortado en su parte inferior y sin apoyo dentro del lienzo. En su superficie rezuma el líquido y brillan algunas gotas de agua. Ante él, sobre una mesa o banco, aparece otra alcarraza de arcilla de menor tamaño, cubierta por una taza de loza blanca.
Velázquez insiste en el dibujo, la luz dirigida creadora del fuerte modelado y los aspectos táctiles de los objetos con mayor meticulosidad que en otras obras tempranas, pero además recalca esa tangibilidad con la rotura del marco, privando al cántaro en primer término de asiento, pues éste queda más allá del espacio comprendido en la tela y situado en el espacio del espectador, hacia el que se proyecta la mano del anciano. El aguador es, pese a su aparente naturalidad, el resultado final de un meticuloso estudio del dibujo y de las posibilidades de la pintura para recrear el natural por procedimientos exclusivamente pictóricos. Velázquez pone el mismo interés en representar los diversos tipos humanos —por la contraposición de edades— y la expresión de sus emociones, como en analizar las calidades táctiles de los objetos, respondiendo a un interés científico por los efectos de la visión en los que la luz controlada desempeña un papel fundamental por la forma diversa de verse reflejada en los diferentes objetos.
La afirmación de Pacheco de que Velázquez en sus años de formación dibujaba con frecuencia a un aldeanillo en diferentes posturas y representando emociones diferentes, «sin perdonar dificultad alguna», puede aplicarse a los bodegones de estos primeros años, en los que el pintor parece querer dar respuesta a las dificultades con las que se ha ido enfrentado, mostrando el grado de dominio y perfección técnica alcanzado en cada momento. Velázquez responde con soluciones exclusivamente pictóricas —la mancha de agua que escurre por la superficie de la cerámica— como los escorzos o la representación del volumen mediante la luz —el «rilievo»—, e independientes de su significado, a problemas ópticos y psicológicos que habían sido puestos de actualidad por la teoría italiana del arte, unido todo ello al deseo de emular las obras de los artistas clásicos que, según Plinio, habían alcanzado un gran dominio de la representación del natural sirviéndose de sujetos bajos.